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ALEJANDRO GARCÍA
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Desperté y seguía siendo domingo. Ya pasaban de las cuatro de
la tarde y con chirridos y retortijones mi estómago me exigía
comida. No tenía ánimo para salir a buscar algo así que terminé
las sobras de unas carnitas que habían quedado de la noche an-
terior.
Estaba lamiendo el plato cuando vi la sombra de unos pies en
la entrada de mi casa. Me deslicé muy lentamente hasta el umbral
y abrí para sorprender al intruso. Mi amigo Tomasz, que tenía la
oreja pegada al otro lado de mi puerta, casi se cae en el tapete que
decía Bienvenidos.
–¿Qué chingados? –le grité a Tomasz–. ¿Me estás espiando,
cabrón?
–No, para nada.
–¿Qué quieres? ¿Una chela?
–No, vengo de tomar un café. ¿Cómo estás? –me preguntó el
polaco con sus ojos de ratón.
–De la verga.
–¿Por qué?
–Cabrón, cuando uno está de la verga no quiere hablar de eso,
así que ni me preguntes –le dije y caminé al refrigerador para sa-
car los envases–. ¿Te vas a tomar la cerveza o qué?
–Sale pues.
–Luego vamos a comer, creo que esta semana nos va a tocar
birria.
–¿No estabas en carnitas?
–Acabó ayer. Fue épico, hubieras ido, cabrón. ¡No mames, creo
que comí como quince horas seguidas! ¿Sí te invité, no? Me aca-
bo de refinar lo que quedaba.
–¿Y todavía quieres birria?
–¡A huevo! –le dije y nos quedamos en silencio unos segun-
dos–. ¿Viste ayer a los abogados? –le pregunté, pues era un tema
que me interesaba sobremanera. El edificio era la herencia que
sus padres le habían dado, pero algo no estaba bien con los pape-
les que tenía el notario y una firma de arquitectos afirmaba que el
terreno era de ellos, adquirido por ahí de 1983. Querían demoler
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