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ALEJANDRO GARCÍA

cho, como si la evolución no hubiera pasado por mí; un antropoi-
de más que un ser humano, con el sudor secándose al aire, con los
mocos petrificándose en ese espacio tan inhóspito que está entre
el labio y el comienzo de la nariz? ¿Qué más hacer al recordar
mis lágrimas saladas que dejaban surcos blancos en mis cachetes
abombados? ¿Qué otra expresión sino la risa al oler todos esos flui­
dos, además de los de ella; ese flujo de elasticidad lenta, de aroma
mortal que sólo podía excitarme a mí, un hombre que se autodefi-
ne como antropoide, involucionado, bestia; y no hay que pasar
por alto su saliva mayormente sublingual, pegajosa y de aire can-
sado, como la de un viejo que aún toma leche por las mañanas;
qué hacer, qué hacer sino reír?

    Se sentía amada y estoy seguro de que también me amaba. La
pasábamos muy bien y lo mejor era que no nos teníamos que de-
cir nada; no había que explicarse la existencia o los ánimos y no
teníamos la necesidad de ponerle nombre a eso que nos pasaba.
Después de todo no éramos Adán y Eva como para andar nom-
brando las cosas del mundo. Sólo ella y yo. Nos bastábamos a no-
sotros mismos, nos queríamos sin decirlo, sin palabras cursis que
vinieran a arruinarlo todo, tal y como se arruina un pastel lleno
de betún amarillo.

    Creíamos mayormente en la exaltación de nuestros cuerpos.
Éramos hedonistas y basábamos la confianza en la fresca impu­
dicia que habíamos logrado compartir sin miramientos ni mora-
lismos. La primera vez que solté un pedo estertóreo, por ejemplo,
ella no dijo nada. Con una tranquilidad inusitada abrió la ventana
y se acurrucó en mi pecho. Así pasábamos los días, así nos había-
mos encontrado el uno al otro… Ahora que lo digo de este modo
tan meloso me doy asco y vergüenza. Ella estaría totalmente de-
cepcionada de mis palabras: betún amarillo, ¡qué asco!

    Sonia salió de la habitación esquivando las botellas de whisky,
los condones usados y los papeles llenos de lágrimas que tapiza-
ban el piso. Cada dos pasos, más o menos, se escuchaba cómo su
pie exprimía un kleenex echo bola. Ella no lograba saber si la vis-
cosidad que sentía entre sus dedos delgados era baba, flemas, mo-
cos, semen o llanto. No le importaba, se sentía contenta, y pisar
mis excrecencias no era un inconveniente. Yo me maravillaba de

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