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NOVELA

verla, de saber que era una mujer sin prurito en cuestiones de lo
humano, la huella nauseabunda que vamos dejando en el mundo.

    Esa mañana se caracterizó por mi llanto fuera de lugar. Cuan-
do ella despertó yo ya estaba sentado en el piso gimoteando como
adolescente recién abandonado.

    –¿Marcos? –preguntó Sonia en voz baja. Yo no podía hablar,
así que Sonia se sentó frente a mí–. ¡Marcos Antonio! ¿Qué te
pasa? –Al escuchar mi nombre completo me sobresalté. Era como
si me hubieran aventado a la cara un globo lleno de pis caliente.

    Siempre he odiado mis dos nombres cuando se dicen juntos.
Marcos Antonio. Prefería que ella me dijera Toño, o Marcos o
Antonio, pero nunca los dos a un tiempo. Tengo que aclarar esto:
mis padres se esforzaron por darme un nombre que dijera algo
de mí y en el momento de la elección hubo gran controversia:
Marcos o Marco, y si es Marco tiene que ser Marco Antonio, de-
cía mi madre. Marcos refiere al apóstol del evangelio, con el que
mis abuelos paternos, católicos recalcitrantes, tenían deuda de
honor. El otro, Marco Antonio, refiere al político romano, cóm-
plice del dictador César. ¿Quién quiere llamarse Marco Anto-
nio?, decía mi padre, es como querer llamarse Adolfo o Josef o
Benito.

    –Nombres que dejan en claro lo despiadada que puede ser la
civilización. No, no, no. ¡Y no! Deberían ser nombres prohibidos
en todos los países; no le voy a poner así a mi hijo.

    En cambio mi madre insistía en que Marco Antonio se escu-
chaba tan lindo, tan noble, tan, cómo decirlo, tan real.

    –Escucho Marco Antonio –decía mi madre recién parida– y
pienso en príncipes. Por favor, olvida la política, escucha sólo el
sonido del nombre: Marco Antonio.

    –Estás loca, no le vamos a poner Marco Antonio.
    Entonces el abuelo se hartó, me secuestró, me llevó al registro
civil y me puso Marcos Antonio.
    –En ausencia de los padres que están borrachos y no cuidan a
este bebé, señorita.
    Así era mi familia y así obtuve el nombre; pero de eso Sonia
no sabía nada, llevábamos algunos meses de conocernos y la inti-
midad aún no alcanzaba las historias familiares. La confianza,

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