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EFRÉN ORDÓÑEZ GARZA

    Repasé el día:
    Esa mañana entrevisté a Vianett como parte de la campaña
para promocionar su próxima comedia teatral. A ella, acompaña-
da de su séquito, claro. Al comienzo de la entrevista trastabillé
con algunas preguntas y recordé mis pininos dentro de la sección;
aunque luego, con los minutos, conseguí un ritmo ideal pregunta-
respuesta y logré ganarme su confianza. Me contó –sin que qui­
siera yo saberlo porque de todas formas eso ha aparecido en todas
las revistas y programas de revista– sobre su llegada a México y la
vida miserable en la capital, del cuartito alquilado a unas calles
del aeropuerto de la capital por si le entraban ganas de volver a su
casa. Hice como que apuntaba en mi bloc de notas. Si la memoria
no me falla, luego me dijo que nunca se había acostado con pro-
ductores de la Televisora Grande; o que sí, pero por amor, y con
uno nada más. Poco antes de terminar, cuando la velocidad y el
interés menguaban, atisbé un bulto en medio de uno de los infini-
tos y lentísimos cruces de piernas de la panameña. Me asusté. En
medio segundo desvié la mirada hacia sus tacones, de ahí al suelo
y recorrí las vetas de las lajas de mármol hasta conectar con las
puertas del hotel y, con la vista perdida y el extremo de la pluma
golpeteando sobre la sien, fingí reflexionar sobre su última res-
puesta. Todos nos mantuvimos en silencio.
    Al final de la entrevista no me pidieron discreción por aquello
y supuse que nadie me había visto verla; sin embargo, rumbo a la
cafetería, se me ocurrió que quizás ella y su gente sí habían identi-
ficado el brusco giro de la cabeza y mi nerviosismo, así que pre-
tendían comprar mi silencio. Luego de la entrevista atendí dos
conferencias de prensa, pero no crucé palabra con nadie, mucho
menos pregunté algo y copié las respuestas que la cantante en una,
y la estrella del reality en otra, les dieron a mis colegas; después
pasé el resto del día en la redacción. Por eso, primero supuse la
opción del soborno, o de la broma después, como las más viables.
    En “el Nevada” esperé algún tipo de recibimiento, quizá de
Vianett misma o de su gente. Nada. Salvo algunas meseras uni-
formadas, todas de pelo cortísimo, con tintes rojos casi morados,
no se me atravesaron rostros familiares. Luego de unos segundos
decidí quedarme media hora de pie junto a la caja registradora y,

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