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EFRÉN ORDÓÑEZ GARZA

    Mientras esperábamos la segunda ronda de cervezas, Cicerón
arrastró una de las sillas de metal y vinilo que habían sobrevivido
desde la década del cuarenta, y se acercó para contarme con voz
baja sobre la desaparición de Karina Garza y –sólo por joderme la
existencia– darme el pésame por la próxima e inminente muerte
de la titular del noticiero y otrora chica del clima. Inminente por-
que, cuando alguien desaparecía, sobre todo un rostro famoso en
la ciudad, ya después era imposible encontrarlo con vida. Apenas
atiné en sonreírle y celebrar su “elegantísimo” sentido del humor.
La noticia había visto la luz dos días atrás, pero por alguna razón
la había pasado por alto.

    Gracias al comentario de Cicerón relacioné la desaparición
de Karina con el contenido o el punto de partida de la investiga-
ción que debería hacer para mi texto que aparecería en la prime-
ra sección. De confirmar su vínculo, el papel de la mujer dentro
de la historia sería a lo mucho ambiental, secundario quizá, pero
sin duda ella habría servido como eslabón entre los protagonis-
tas de mi reportaje: la empresa y el político. Los personajes am-
bientales se difuminan entre las líneas de la historia y, como
autor, a veces uno debe evitarse la molestia de idearle una sali-
da, por lo general pacífica. De ahí la extrañeza de su importan-
cia en la historia: se tomaron la molestia de echársela; alguien la
había vuelto relevante. Quizá todo calzaba. O bien era sólo un
pleito por una mujer.

    En ese momento quise levantarme, pagarle mis dos cervezas a
uno de los meseros canosos con chaleco negro y pajarita deslava-
da, correr al departamento para releer mis notas, armar mapas
conceptuales inútiles en la pared pintada de negro, y sacar las
viejas notas de las secciones de espectáculos, de “Nuestra Ciu-
dad” (local), “Emprendedores” (empresas y negocios), junto con
los apuntes garabateados en los últimos meses. Con eso podría
encontrar alguna conexión. Pero me quedé, pedí otra cerveza a un
mesero de veintitantos que parecía llevar una peluca grisácea mal
puesta para no desentonar con sus compañeros, y escuché a los de-
más. Nadie leyó durante las siguientes dos horas. Dominó la charla
sobre las recientes publicaciones de los amigos y algunos conoci-
dos; a mí me preguntaron nada.

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