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NOVELA

gracia de un dios que, en mi megalomanía infantil, me imaginaba
en íntima comunicación conmigo. Ellas eran, vaya, parte de lo
Humano; no había duda alguna de que poseían un alma. De mi
padre, por el contrario, no era seguro decir tal cosa.

    Tenía por aquellos años un organigrama muy claro de la in-
fluencia divina: Dios me había elegido a mí como su humano
predilecto; en un segundo escalafón, en orden descendiente de
importancia, se hallaba mi madre, luego Guillermo –mi mejor
amigo de la escuela– y luego, ya indistintamente, mi hermana,
un primo y algunos otros compañeros de estudios. Esta raquítica
teología era, puede decirse, intuitiva. En contra del muy arraiga-
do catolicismo de mis abuelos paternos, mi madre me crió en un
laicismo beligerante que mi padre asumió de facto sin cuestionar
demasiado (fundamentalmente porque no quería o sabía involu-
crarse, de ningún modo, en nuestra educación).

    Los preceptos cristianos me sonaban a chino, y la idea de que
un señor muerto 1994 años antes pudiera ser el enviado de Dios
y no yo mismo me parecía tan absurda como poco práctica. Este
delirio de grandeza se manifestaba en las más diversas de mis
fantasías. Mientras doblaba torpe y pacientemente los coloridos
papelitos del origami, me imaginaba impartiendo clases magis-
trales de la noble disciplina japonesa ante un auditorio abarrota-
do de entusiastas seguidores. Y cuando en clase, alguna vez, la
maestra me reprendía frente al resto del grupo, yo murmuraba
para mí los litúrgicos castigos que le tenía reservados, seguro de
que Dios, quienquiera que fuese, me haría el favor de adminis-
trárselos a su debido tiempo.

    Mi padre no tenía un puesto claro ni mucho menos relevante
dentro de la egocéntrica teocracia de mi infancia. Mayordomo
periférico, su labor se limitaba a las muy banales atribuciones
de la supervivencia –conseguir y mantener alimento y techo–,
como me habían explicado que sucedía con los gorilas machos
en su hábitat, en tanto que las hembras y los cachorros se permi-
tían actividades más elevadas del espíritu, como jugar y espul-
garse mutuamente.

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