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DANIEL SALDAÑA PARÍS

terno de un mercado; pasamos un puesto de cuyas paredes cuel-
gan disfraces y piñatas. Me detengo a mirar con interés infantil
aquellos trajes multicolores y ella, Teresa, suelta mi mano, se toca
la nuca y, de pronto, cae al suelo exánime. No pasan más de dos
minutos: la dependienta del puesto del mercado se percata y le
grita a su marido, en el puesto contiguo, pidiendo ayuda. Llegan
de inmediato varias personas a socorrerla. Pero durante esos casi
dos minutos eternos, antes de que la dependienta se dé cuenta, yo
miro a mi madre en el suelo con los ojos cerrados, y llego a la
prematura conclusión de que ella, Teresa, está muerta.

    Suelto un grito desesperado y miro fijamente sus pantalones
de mezclilla desde detrás de una película de lágrimas y abandono.
Finalmente, alguien entre las personas que la ayudan trae un bo-
tecito de alcohol y la reanima. Mi madre se toca la cadera, adolo-
rida por la caída. Mi llanto merma, se disuelve y da paso a una
sensación de sorpresa, de alivio, de incredulidad. Teresa ha resu-
citado ante mis ojos de niño. Me tiende la mano y, todavía acucli-
llada, mareada y atendida por desconocidos, me abraza y me
acaricia la cabeza. Es un milagro, pero los milagros me parecen
todavía naturales a esa edad. La resucitación de Teresa no me re-
sulta menos milagrosa, por ejemplo, que la desaparición y reapa-
rición de mi hermana detrás de una toalla cuando juega conmigo
para hacerme reír; las leyes de la física no existen: el mundo es
un sistema de arbitrariedades más o menos dolorosas, en el cual
la resucitación de Teresa junto a las piñatas, en el pasillo externo
del mercado, es sólo un acontecimiento más. Pero, ¿por qué en-
tonces es ése mi primer recuerdo, y no cualquier otro? Quizá por-
que, a partir de entonces, me veo forzado a entender que la gente
muere, aunque pueda revivir a los dos minutos.

El jueves al mediodía, finalmente, mi padre anunció que iba al
súper a comprar vituallas, vencido por la evidencia de que no po-
díamos vivir de pizzas a domicilio. Mariana se había ido a casa
de su amiga Ximena desde temprano, y mi padre insistió en que
lo acompañara al súper –no quería dejarme solo–; pero le expliqué
que prefería seguir practicando mi origami y me dejó quedarme
en casa, con la advertencia de que no le abriera la puerta a nadie

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