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DANIEL SALDAÑA PARÍS
decepcionado, buscaba entonces la complicidad de mi hermana,
quien se interesaba un poco más por el Mundial de lo que yo po-
dría interesarme nunca.
Pero esta vez, sentado ahí junto a él, tan cerca que alcanzaba a
oler el suavizante de su camisa mientras comíamos sobre la mesi-
ta de centro, mirando un partido cuyo resultado conocíamos de
antemano, entendí de pronto que a mi padre le hacía feliz aquello,
y que a mí no me costaba nada fingir entusiasmo durante un rato.
Este descubrimiento, muestra súbita de madurez por mi parte, me
hizo sentir un poco triste, como si al mostrarme condescendiente
con mi padre lo viera de pronto como una persona más simple y
más vacía; como si hubiera entendido de golpe que mi padre care-
cía de una inteligencia o una complejidad que tanto Teresa como
yo teníamos –y probablemente también mi hermana–. Por eso,
cuando Romário remató de cabeza al minuto ‘80, metiendo a Bra-
sil en la final (que a la postre ganaría), com enté calculadamente
algo sobre la fuerza del delantero, y vi a mi padre sonreír con ino-
cencia antes de lanzarse a explicarme que el mérito era de Jorgin-
ho, un defensa, por el “pase extraordinario” que le había puesto.
Me dio ternura que mi padre utilizara la misma expresión que el
comentarista deportivo había dicho segundos antes.
Ese jueves no logré leer la carta que dejó Teresa; pero sentado
frente a la tele pude intuir una pista fundamental de su desapari-
ción, una de las razones profundas que provocaron o al menos
contribuyeron a su misterioso escape. Esa pista no era otra que la
desarmadora simpleza de mi padre, su falta de pliegues (hojita
virgen para el origami: su alma), su afición al futbol, el grado de
conciencia –menor con respecto al resto de la familia– en el que
parecía moverse.
Hasta ese día, mi padre siempre me había parecido un elemen-
to más de la infraestructura doméstica, una especie de autómata
que proporcionaba transporte y cierto nivel de afecto; algo entre
una mascota y un electrodoméstico. No había una diferencia fun-
damental entre mi padre y otras de las personas que integraban
el telón de fondo de mi drama personal –el señor que atendía el
puesto de periódicos cercano, por ejemplo–. Teresa, en cambio, e
incluso mi hermana, eran personas iluminadas, tocadas por la
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