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DANIEL SALDAÑA PARÍS

otras veces, no descarté las dos mitades de la hojita, sino que de-
cidí irlas guardando junto con los pecíolos en mis bolsillos (una
mitad en el bolsillo derecho y otra en el izquierdo, para preservar
en mi persona la simetría fundamental que el origami exige). En-
tretenido en esta minuciosa actividad, no me di cuenta de que ha-
bía llegado hasta la esquina de la avenida, donde estaba el puesto
de periódicos al que Teresa acudía puntualmente cada mañana.
La voz del vendedor me sacó de mi ensimismamiento: “¿Y ahora
por qué no ha venido tu mamá? ¿Anda de vacaciones?” Lo miré
estupefacto. Que aquel anónimo vendedor notara la ausencia de
Teresa me resultó doloroso, y aún ahora, veinte años después, me
resulta difícil explicar por qué.

    Pensé decirle que Teresa se había ido de campamento, pero la
voz se me atoró en la garganta, como si me hubiera tragado un
globo pequeño y lo tuviera ahí, estorbándome a mitad del cogote.
El vendedor de periódicos debe haber notado algo raro en mí,
porque no insistió con más preguntas y, en lugar de eso, me ten-
dió con gesto solemne un ejemplar del mismo periódico que mi
madre solía leer en la sala, de cabo a rabo, mientras mi hermana y
yo hacíamos la tarea. En la portada había, otra vez, una foto del
hombre del pasamontañas y la pipa, hablando frente a un montón
de gente. “El subcomandante Marcos pronunciando su discurso
durante la Convención Nacional Democrática”, leí en las minús-
culas letras del pie de foto. Yo no podía saberlo entonces, pero
Teresa era uno de aquellos puntitos de tinta en la fotografía del
periódico, una cabeza entre muchísimas otras.

De regreso hacia mi casa, periódico en mano, decidí dar un rodeo
para evitar “las canchas”, donde supuse que seguiría la banda del
Rata, haciendo competencias de escupitajos a la espera de una
víctima que les permitiera trocar su aburrimiento en práctica de
la crueldad. Caminé por la avenida –el límite hasta el que tenía
permiso para ir yo solo, según las reglas estipuladas por Teresa–
y pasé frente a las varias taquerías, el billar de la colonia y el
café, donde mi hermana Mariana solía reunirse con sus amigas
para beber capuchino y sentirse adultas. En casi cada poste de
luz, en cada teléfono público de la avenida había al menos un

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