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DANIEL SALDAÑA PARÍS

    Desde el comienzo de las vacaciones yo había estado leyendo
una de aquellas novelas de misterio, un tanto esquemáticas, pu-
blicadas bajo el lema de “Elige tu propia aventura”, que invitaban
al lector a seguir dos o tres distintas líneas argumentales remi-
tiéndolo a diferentes páginas al final de cada capítulo. Era una
novela sobre un niño de mi edad que tenía que rescatar a su mejor
amigo, retenido en una caverna por un personaje misterioso cuya
identidad todavía no se revelaba. Con la súbita desaparición de mi
madre la vida me ofrecía un misterio como ese, de corte clásico,
que yo podría desactivar detectivescamente como en el libro de
“Elige tu propia aventura”.

    El punto de partida lógico, claro, era robar aquella carta del
buró de mi padre, encerrarme en el baño a leerla y luego devol-
verla a su lugar sin que nadie se diera cuenta. La principal difi­
cultad del plan era encontrar el momento justo para robar la
carta. Pensé que lo mejor sería esperar a que mi padre saliera a
comprar algo. Mi hermana seguiría escuchando música encerra-
da en su cuarto, supuse, y con mi padre fuera de cuadro yo po-
dría abrir la puerta de su habitación, que rechinaba mucho, sin
riesgo a ser descubierto, y podría tomarme mi tiempo para leer
la carta de Teresa y así desentrañar, finalmente, el misterio de su
súbita desaparición.

    Dos décadas más tarde, lo que más me sorprende de aquella
cadena de osadas decisiones que tomé a los diez años, es el hecho
de que nunca, ni por un momento, consideré la opción de pregun-
tarle a mi padre o a mi hermana qué carajos estaba pasando.

    Mientras llegaba el momento de robar la carta podía, como
buen detective, avanzar en la hipótesis sobre la desaparición de
mi madre. “Investigar es imaginar siguiendo las pistas”, decía mi
novela de “Elige tu propia aventura”, y aquella definición me pa-
reció inspiradora, así que le di rienda suelta a mi imaginación, sin
contar con demasiadas pistas que pudieran servirme de asidero.

    Quizá mi abuelo había muerto, pensé, y mi mamá se había ido a
casa de la abuela, para estar a su lado. El abuelo de mi mejor amigo
de la escuela, Guillermo, había muerto, coincidentemente ese mis-
mo año, y Guillermo, triste e incrédulo, había descrito, en su re-
cuento de los hechos cuando volvió a la escuela, comportamientos

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