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NOVELA

póster de propaganda electoral: una cara sonriente –y en el fondo
amenazante– mirando a los peatones y a los automovilistas desde
su fijeza plástica, desde su amabilidad torpemente fingida.

    Dejé el periódico sobre la mesa de centro de la sala y tiré mis
tenis, como era mi costumbre, por el pasillo. Exploré la casa ve-
lozmente y constaté que mi padre había salido. Seguramente le
había dicho a Mariana a dónde iba, encomendándole la misión de
comunicármelo, pero mi hermana hablaba por teléfono encerrada
en su cuarto (unos meses antes le habían concedido el capricho, a
mi entender injusto, de tener su propio teléfono ahí dentro) y vi la
oportunidad de husmear de nuevo en la recámara de mis padres,
para ver si la carta o alguna nueva e insospechada pista le insu­
flaba un nuevo aire a mis investigaciones, que para entonces lan-
guidecían.

    El cuarto de mis padres estaba siempre en semipenumbra, con
las gruesas cortinas invariablemente corridas y la luz marchita
de la lámpara de lectura de Teresa perpetuamente encendida.
Recuerdo que vi, sobre el buró, el perrito de porcelana que mi
abuela le había regalado a mi mamá poco tiempo antes, y que
mi padre había criticado con sorna bobalicona durante varios
días. Era uno de esos perros de caza, con las orejas largas, tumba-
do en posición de descanso y con los grandes ojos mirando hacia
el cielo con lograda ternura. Debajo del perro, doblada y desdo-
blada varias veces –como mis fallidas ranas de origami– había
una hoja en la que quise distinguir, aún antes de acercarme, la
elegante calig­ rafía de Teresa, que alargaba las eles y las tes hasta
que casi se confundían con los palitos de las cus y las jotas del ren-
glón superior. Me acerqué tembloroso hasta la hoja y, des­plazando
con muchísimo cuidado el perrito de porcelana, leí una línea al
azar: “sé que no tiene sentido que te explique por qué tuve que
irme a Chiapas, pues no lo entenderías”. Pero antes de que pudie-
ra seguir leyendo escuché la puerta de la entrada abriéndose, y la
voz de mi padre anunciando, fingidamente jovial, que había ido a
rentar unas películas al videocentro.

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