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NOVELA

    “Las canchas” era el nombre que le dábamos a una sección del
parque que partía la colonia Educación en dos. Había una canasta
de básquet (una sola) y dos porterías de metal oxidado junto a las
que se daban cita los adolescentes más conspicuos de las inme-
diaciones, que a mí me parecían adultos asilvestrados y hostiles,
interesados tan sólo en molestar a los más chicos. Yo no iba nunca
a “las canchas”; a lo mucho pasaba por enfrente cuando me diri-
gía a casa de Guillermo, quien vivía en una colonia colindante, o
cuando acompañaba a Teresa a comprar el periódico. En el mapa
psicogeográfico que me había hecho de la colonia Educación, “las
canchas” eran poco menos que el Hades: una región nefanda en la
que un niño como yo, adepto al origami y a la sombra, enemigo
del deporte y la camorra, no tenía nada que hacer un lunes de
vacaciones.

    Conforme me acercaba distinguí, entre el grupo de adolescen-
tes reunido junto a la portería, al Rata: líder de una manada de
gamberros de la colonia, célebre por su temprano consumo de es-
tupefacientes.

    En 1994, la palabra “droga” me remitía nada más a unos tatua-
jes temporales, tipo calcomanía, que venían junto a la envoltura
de ciertos chicles. Se había extendido el rumor, en la primaria Ce-
lestino Freinet a la que asistíamos mi hermana y yo, de que aque-
llas envolturas de chicles venían a veces “contaminadas” por
drogas, y que al ponerse los tatuajes temporales (de piratas o di-
nosaurios) los niños experimentaban una locura aguda y preocu-
pante, y a veces incluso morían o terminaban viviendo en los
túneles de la línea 2 del Metro. Estas exageradas habladurías, por
más hiperbólicas que ahora me parezcan, eran la “verdad” indis-
cutible a mis diez años, y cada vez que veía al Rata, conociendo
su reputación, me lo imaginaba recubierto con tatuajes tempora-
les de diplodocus y corsarios, amarrado a una cama de hospital y
llorando sangre. Por eso torcí el rumbo conforme llegaba a “las
canchas”, antes de que el Rata y su cohorte de barbajanes deci­
dieran, en su aburrimiento, tomarme como blanco de sus burlas
–cosa que ya había pasado antes–.

    Mientras caminaba, iba doblando hojitas de arbustos por la
mitad, siguiendo el nervio principal de cada hoja. A diferencia de

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