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NOVELA

                                     ***

El teléfono suena con insistencia. Apenas y puedo levantarme,
descuelgo el auricular y contesto.

    –¿Bueno?
    –¿Dónde has estado? –suena la voz de mi jefe. Volteo a ver el
despertador que marca las seis.
    –No jodas Rubén, faltan dos horas para entrar a la oficina.
Tengo una nota que va con punch, como te gustan y me pasé la
noche investigando.
    –Déjaselo a Laura o Raúl, tú te vas a ahorita mismo para San
Cristóbal.
    –El vocho no sirve, está muerto. Además tengo que ir al foren­
se a ver qué más rescataron de la escena del crimen; tengo in-
formación que va a darle candela al asunto de la prostituta.
    –Pásate por otro coche a la oficina. Pero ya, en chinga, que se
está armando la gorda y tú pensando en joterías.
    –¿Qué pasa?
    –La venganza de Moctezuma. Los indios se están levantando.
    –Pero quiero hablarte de la información que conseguí de los
muertos que…
    –Tú y tus pinches muertos, ya estuvo bueno de pendejadas;
eso es para cuando no tenemos nada mejor que hacer.
    Lo escucho azotar el teléfono a través del auricular. Indígenas
sublevándose, no es nuevo, pero vende. Quizá le vaya bien al pe-
riódico como aderezo para cambiar un poco la línea editorial.
Tomo mis pantalones y me apresuro a vestir.

El ascenso es vertiginoso. La carretera estrecha obliga a conducir
con mucha precaución. A través de la neblina pueden verse los
faros de los camiones que anuncian su paso por las curvas inva-
diendo los espacios que, tras el exceso de dimensiones, vuelven el
camino un intento suicida por llegar hasta aquella ciudad.

    Con el mecapal atado a la frente, cargando madera por veredas
que apenas y pueden verse entre la llovizna que empieza, suben
los indígenas hasta sus comunidades perdidas entre los bosques.
El frío cala los huesos. La familia entera lleva su carga de palos,

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