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Rafael Villegas

                        Ojo salvaje
                       (fragmento)

Es mentira que sepa mi nombre. Si alguna vez tuve uno, lo perdí
cuando nací. Cuando nací de verdad, quiero decir. En la guerra
naces o mueres. Yo fui a dos guerras. En la primera, me llamaban
Raúl Ventura. En la segunda, Pocasangre.

    Me parecía a Arturo de Córdova. Me parecía al actor aún an-
tes de que me dejara el bigote. Cuando me lo decían, yo fingía
que no me importaba, pero fantaseaba con suplantar a don Ar-
turo en alguna de sus películas. En aquella que hizo con Buñuel
me hubiera gustado golpear el barandal de la escalera. Aún es-
cucho ese golpeteo seco y constante, como de corazones de sol-
dados a punto de nacer.

    Pocasangre, me decían en aquella segunda guerra, tú eres Po-
casangre. Y yo a veces pensaba que era una manera de llamarme
cobarde, pero otras suponía que esos soldados que morirían sin
remedio sabían que yo no sufriría ni un rasguño al terminar la
guerra. No puedes sangrar porque no tienes sangre, me decían
mientras imaginaba el humo de un cigarrillo en una trinchera
de un país demasiado lejano y desconocido como para que me
import­ara. Los soldados son todos iguales, todos parecen muer-
tos por la mañana y por las noches duermen pero no sueñan. La
guerra es todo el sueño que necesitan los que duermen en trinche-
ras junto a cuerpos de compañeros caídos. La guerra, como el
sueño, es una experiencia sin día ni noche.

    Cuando regresas a casa, cuesta interesarte de nuevo en los re-
lojes. O en las sandías o en las pijamas. Meterte en una nueva
guerra es lo mejor que puede pasarte. Si no hay guerras, sueñas

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