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GABRIEL VELÁZQUEZ TOLEDO

mientras que la deforestación de los alrededores del camino se
hace notoria con grandes extensiones de árboles sin ramas.

    Me detengo en una saliente del camino a tomar algunas foto-
grafías. Hasta el más pequeño de la familia ha aprendido a llevar
un fardo de tablillas mientras que, silenciosos, marchan detrás del
padre que porta sólo un machete.

    Es inevitable notar que, con la altura ganada, el paisaje es
totalmente diferente. Dejo el tupido escenario de plantas y hu-
medad para encontrarme con los pinos, que en su austeridad so-
portan la inclemencia del clima.

    Regreso al coche del periódico y lo pongo en marcha. Avanzo
lento por la carretera que se interna entre las montañas sagradas
de los tzotziles. La lluvia arrecia, así que reduzco la marcha y tra-
to de seguir la línea amarilla pintada en el asfalto rogando por no
encontrarme de frente con un camión.

    Casi sin percibirlo noto que las casas dejan de verse dispersas.
En medio de nubes bajas y con una aglomeración caótica me reci-
be la ciudad de San Cristóbal. Es inútil tratar de avanzar, así que
estaciono el automóvil en una de las veredas que se internan a co-
lonias marginales. Los gritos en diferentes lenguas me perturban.
No sé a dónde ir ni lo que está sucediendo. Sin comprender en qué
momento se ha dispuesto así, veo cómo rápidamente la multitud se
forma en hileras y tras unos instantes reina el silencio.

    Me adentro cuidando la cámara para no correr el riesgo de ser
agredido. En un momento como éste se debe evitar ser confundi-
do con un agente del gobierno. Coloco el gafete de periodista a la
vista de todos. Alcanzo a distinguir a un colega que se mueve con
rapidez remontando al origen de la fila que ha empezado a mover-
se. Confío en que sabe lo que hace así que trato de seguirlo.

    En la calle principal que desemboca en el exconvento de Santo
Domingo le pierdo la pista. En su lugar, una columna que se des-
prende del resto de la fila portando marros, llama mi atención. El
movimiento me pone en alerta, así que preparo la cámara. Un su-
jeto de gorra se sube al pedestal de la estatua de Diego de Maza-
riegos y se lanza a darle golpes a la base. El conquistador, ídolo
de los herederos de esta ciudad prohibida para los indígenas, se
enfrenta a un juicio con la historia, y está solo.

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