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Dahlia de la Cerda

                        La sonrisa

Me vine paʼl norte montada en la bestia. En mi pueblo ya no ha-
bía nada paʼmí. Nada. Me vine buscando futuro: me dijeron que
en la frontera había trabajo en las maquilas y, ya encarrilado el
ratón, podía brincar paʼl otro lado. American dream, you know.
Me monté en la bestia porque es de a gratis: nomás agarras vuelo,
corres, corres, brincas y úpale yaʼndas arriba. Claro, si tienes
suerte y afianzas bien la pezuña en alguno de los fierros, porque
si no, la bestia te muerde entre sus patas de metal y si bien te va te
mata, porque si no nomás te deja rengo para siempre. Pero la vida
es un riesgo y yo me la rifé, ¡qué chingaos!

    Yo no tenía ni quinto: en mi pueblo vivía en la miseria, pinche
y jodidota: dormía en una hamaca, siempre tría guaraches de orca
pollo y comía puras sobras de pescado. No hay futuro, no. Ni por
dónde buscarle, en serio. Mis días eran: levantarme, ayudarle a
mi apá a pescar, ir al puerto a vender y regresar a ver la puesta del
sol en la playa. Suena bien bonito para un día, para una vacación,
pero ya de planta la neta no está tan chido. Yo quería conocer
mundo, comprarme alguito para escuchar música, bailar y gozar-
la. No quería morirme viendo la misma arena, las mismas olas y
el mismo atardecer el resto de mi vida. Hice mal mis cálculos:
perra vida.

    En el pueblo me decían “la negra”. Soy negra, y qué, negrita
con tumbao. Puro mais prieto: pelo chino alborotado, afro, me de-
cían en la fábrica. Acá en la maquila me apodaban “la chiqui”,
porque además de negra soy zotaca. Zotaca, negra y china albo-
rotada, ahí va un micrófono andante, me carreteaban, las garras

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