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DAHLIA DE LA CERDA
burlar a la muerte para no caer en manos de los narcos, asaltantes
o padrotes. Eso era burlar a la muerte en serio, bailar arriba del
vagón era celebrar a la muerte que nos la andaba pelando. Al me-
nos por hoy, mientras la cumbia sonaba, la muerte no era, sólo era
el baile. La colombiana me dejó en Juaritos; ella siguió su camino
en busca del sueño americano. Yo me instalé con mi tía, mi tía vi-
vía en un cuartito en la mera orilla de la ciudad. Ella fue la que me
sonsacó: “¿qué vida esperas allá?, no te vas convertir en sirena,
mejor vente para acá conmigo”; y me fui.
Trabajar en la maquila es como ir a la escuela de otro modo.
Yo trabajaba en el turno de la madrugada: salía a las cuatro. En-
traba a las cuatro de la tarde y salía a las cuatro de la mañana,
cuando los gallos todavía no cantan, pero los buitres sí. La
maquila a veces parece una cárcel: todas con uniformes color
caqui, en chinga, produciendo, sacando para ganar el bono de la
productividad; en chinga y ganar unas horas extras y agarrar
una lanita para pagar la tanda; en chinga para tener un día de
descanso e irnos a bailar.
Yo me la pasaba bomba: sabía que trabajar en la maquila era
un riesgo porque una sabe, de oídas, que casi todas las muchachas
desaparecidas son maquilocas. Así nos dicen a las trabajadoras de
las fábricas, “maquilocas”, que andamos de voladas con los ca-
mioneros, o que nos desvalagamos; pero no es cierto, o sí, pero se
siente gacho que los vatos nos digan “maquilocas”. Yo, la mera,
mera verdad, era bien loquilla, me chingaba trabajando y me lo
merecía. Me gustaba irme a los bailes, comprarme mi ropita co-
quetona, pintarme mi boquita de rojo. También me llevaba con
los compañeros de trabajo y me besuqueaba con los vatos que co-
nocía en los bailes; lo que sí es que no era de cantinas: lo mío eran
los bailes, qué le voy hacer si me encanta la música, los vatos y el
bailongo sabroso.
Me chingaba trabajando, a veces, neta, hasta sin tomar día de
descanso, a destajo, doble producción y la chingada; para una vez
al mes ponerme mis botas de tacón, mis pantalones de mezclilla
bien apretaditos y mi tejana para irme a bailar toda la noche con
dos o tres muchachos: me tomaba una o dos cervezas. Tengo die-
cisiete años, pero ¿a poco por ser una “maquiloca” me merezco lo
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