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PABLO GÁLVEZ

maquinando subconscientemente qué hacer y cómo; con esto que
de modo tan abrupto se le había tornado una obsesión, se propuso
conjurarme con lienzo y pinceles. Apremiada por no entendía
qué, corrió a conseguir un caballete y demás implementos apenas
el tren hubo llegado a su destino, y Raquel despedido a los pasa-
jeros y entregado el lote de opio (aquél le dio, junto con su pago,
nuevas instrucciones). No se quedó ni pizca de resina esta vez, si
bien había comido un par de bolitas amargas. Ansiaba y temía
descubrir si yo era una mera alucinación o si acaso…

    Una vez con todo bajo el brazo, se dirigió a un hotel distinto al
que iba de ordinario, junto con la mayoría de la tripulación del
tren, sus compañeros de trabajo (ese simple acto de variar su lu-
gar de estancia, comprendió, entrañaba una muda e implícita des-
pedida de todos ellos). Alquiló una habitación por toda la semana,
aún cuando sabía que al día siguiente a primera hora tenía que
presentarse en la estación para iniciar un nuevo viaje, otro viacru-
cis. Una vez en la recámara, colgó el letrero de no molestar en el
picaporte y se atrincheró, encerrada a piedra y lodo, como te-
miendo que alguien quisiera entrar a sacarla por la fuerza. Dispu-
so el material de trabajo asépticamente, cual si se tratase de un
quirófano.

    El tic arrancó su intermitencia sobre tu párpado. Tus pechos
manaron ligeramente; te quitaste la blusa húmeda y una gota al-
canzó una pastilla de acuarela. Colgaste todos los –mis– bocetos
previos hasta casi tapizar los muros por entero. Aspiraste hondo y
con mano trémula, al azar, tomaste un pincel. Al instalarte ante el
lienzo en blanco dudaste un instante por dónde empezar. Jamás te
había ocurrido: cada vez que colocabas el bloc sobre tus piernas y
el carboncillo entre tus dedos, te ibas de filo sin meditar en lo que
harías; sencillamente lo hacías, te dejabas llevar, y antes de darte
cuenta ya tenías ante ti una parcial imagen mía, recortada contra
un fondo abigarrado de exuberancia. En esta ocasión, tímida­
mente, iniciaste por delinear, no mis ojos, ni siquiera el óvalo de
mi cabeza, sino las esquinas de la enorme cama; las vaguedades
distribuidas aquí y allá por todo el cuarto, tus obras incluidas.
Minuciosamente.

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