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PABLO GÁLVEZ
no de avión, sólo de tren). Desde entonces inició el tic. Todo el
tiempo, ido como kilómetro tras kilómetro, en tránsito, sin llegar
a un destino fijo. Y tú, con tal efusión amatoria en tus adentros;
como una locomotora desbocada sobre un riel que puede termi-
nar en cualquier sitio y que no comenzó en ninguno.
Quizá deambular me siente bien –pensaba una Raquel aún en-
tusiasta, como para darse ánimos sola, cada vez que abordaba el
convoy, impecablemente uniformada y con la cantaleta de bien-
venida a flor de labios–; será bueno conocer nuevos lugares y
gente. Porque el amor y el hogar, piedras angulares de la estabili-
dad (nunca habitó siquiera un año en la misma casa; las echaban,
a ella y a su madre a los pocos meses por no pagar la renta) fue-
ron dos constantes harto evasivas en su peregrinar; siempre vivió
arrastrando estas carencias. Si bien no fue consciente del grado de
afectación que le causaron hasta que los estragos desencadenaron
un desasosiego inapelable, que hizo de Raquel esa mujer tan apo-
cada y de lágrimas tan prontas.
A lo mejor también por eso se detonó aquel actuar impulsivo,
casi como un trance que la poseía por rachas, precipitándola a ha-
cer y decir cosas de las que ni se sabía capaz, como si esa fuerza
fuese la verdadera Raquel, que salía a la superficie de la realidad
cotidiana para afirmarse y tomar el mando de aquella otra mujer
sumisa que jamás osaba decir esta boca es mía si antes alguien no
se lo pedía u ordenaba.
Con la arrebatada decisión del opio –de traficarlo, y mucho
más después de empezar a consumirlo–, la vehemente vocación
pictórica se acentuó mucho más; aquella lejana noche en que el
tren se mecía como barco, en la cual retrató en penumbras sobre
el espejo su propia cara –una, la visible–, sintió el primer llamado
de esa que vivía en su interior más íntimo: una voz que sin pala-
bras la impelía a pintar y que tomaba las riendas de la mano y
sensibilidad de la Raquel más Raquel, para hacer realidad fantas-
magorías que parecieran el producto de las alucinaciones más
nostálgicas y trasnochadas, pues en todos los bocetos, invariable-
mente, se cuajaba la estampa de algún individuo que de seguro
había conocido en un punto incierto de su vida, quien le dejó una
impresión muy marcada, pues siempre era el mismo perfil, idénti-
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