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PABLO GÁLVEZ

leído la mente, sosegó de tajo sus ímpetus de mandarlo todo al
diablo y entregarse al desenfreno liberador y necesario, diciéndo-
le que alguien como ella les sería de gran ayuda en el negocio,
sobre todo en el ámbito de los traslados, ya que él y su socio, por
desgracia y fortuna, debían atender muchos asuntos en varios lu-
gares y les era complicado hallar gente de confianza en una si­
tuación tan ventajosa como la suya, y mucho más blablablá que
acabó por involucrarla en el tráfico de opio a pequeña escala.

    La empresa apenas iba en ciernes, si bien los traficantes eran
lo bastante profesionales como para no cometer la imprudencia
de armar bullicio por cogerse a una azafata mientras desplazaban
y cataban su mercancía; o quizá se habían drogado demasia-
do como para follar, o a lo mejor sencillamente no les gustó Ra-
quel…, y la dejaron encandilada, con un nuevo tipo de excitación
por el desafío aceptado y, hay que decirlo, un tanto mal parada
ante su autoestima, pues mientras volvía a poner los pies en la tie-
rra, percibió el taconeo de alguna compañera o pasajera en el pa-
sillo y pensó, entre muchas otras cosas, que su belleza no era
comparable a la de aquella otra anónima cualquiera, y en el acto,
entre disculpas reiteradas dijo que debía marcharse, y el socio
callado hasta entonces se adelantó a la puerta para franqueársela,
no sin antes obtener su promesa de discreción absoluta y un nú-
mero para localizarla y discutir los detalles del trato: claro, aquí
tienes –garabateó lo requerido, como avergonzada de sí misma,
cohibida y rehuyendo el más mínimo contacto visual–; pero aho-
ra debo volver al trabajo o me despedirán y ya no les voy a servir
para nada.

    Eres casi bonita, le dijo alguna vez un hombre al que quizá
llegó a amar –el insidioso susurro volvió a su mente mientras
atravesaba la puerta, junto con mil cosas más que se hacinaron
contra ella en el angosto corredor–; de quien se empeñaba en
creer eso y todo lo que le decía. (Te alejó de ti misma.) La insulsa
frasecilla la persiguió cada día desde entonces. Inseguridad: acu-
chillándola con su propio reflejo; aplastándola, como un yunque a
una margarita, sobre todo al hallarse frente a un “galán”. Su ma-
dre le había metido en la cabeza que su única oportunidad de salir
adelante en la vida era conseguirse a un buen hombre, guapo y

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