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CUENTO

ampliación de la realidad no había llegado a México, pero ya exis-
tía en Asia.

    Creo que ese curso ya no es obligatorio, ahora sólo firmas un
contrato de servicios. Acompañé a Carlos cuando estábamos en el
último año de la carrera. Entonces éramos sólo amigos. Él siempre
fue un clavado de todo lo que tenía que ver con la tecnología. Se
le metió la idea del curso porque desde hacía meses que corrían
rumores en foros de Internet sobre los avances que Japón había
hecho en los dispositivos cerebrales de sincronización. Según
ellos la tecnología estaba a pocos años de salir al mercado.

    ­–Eso es el futuro. Deberíamos ir al curso, ver cómo es –me dijo
un día que estábamos sentados en las Islas, cerca de la Biblioteca
Central, comiendo papas con salsa, de esas de carrito. –Google ya
sabe todo, dónde estamos, qué nos gusta hacer, cómo se ve el es-
pacio alrededor nuestro, sabe lo que comemos, qué desayuna-
mos… Nada de tener que estarle dando información, si tienes tu
realidad ampliada, el telón puede darte recomendaciones en tiem-
po real, hacer copias de seguridad, puedes personalizar lo que ves.

    Me chupé los dedos, pero mis uñas seguían rojas. ¿Cambiarían
esas cosas? ¿Podríamos tener una versión de la realidad más lim-
pia? ¿Podría nunca volver a tener las uñas rojas después de comer
salsa? ¿Querríamos?

    Fuimos al curso y después de eso, tal vez por eso, Carlos se ganó
un lugar como beta tester en un concurso. Agarró sus cosas y se
fue a Tokio a probar las últimas actualizaciones. Al principio me
escribía de vez en cuando, pero después de un tiempo dejó de ha-
cerlo. Yo estaba ocupada con la tesis y consiguiendo un trabajo
para salirme de casa de mis papás. No volvimos a vernos hasta
cuatro años después, cuando él volvió a México. Ya no era un co-
nejillo de indias para la compañía, sino un empleado de alto rango
que venía con el equipo a cargo de la instalación en Latinoamérica.

    Nos encontramos en la casa de unos amigos en común; unos
días después descubrimos en un bar de la Condesa que todavía nos
reíamos de los mismos chistes; a la semana en Coyoacán nos acor-
damos por horas de los años en la universidad, mientras nos tomá-
bamos un café, y poco a poco dejamos de hablar del pasado para
hablar del presente y pensar en el futuro. Comenzamos a salir. Me

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