Page 74 - Antologia_2017
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CUENTO

    Al entrar a la heladería, me quito la chamarra y me acomodo el
cabello. Está pegajoso y me da más asco. Pero para cuando me
siento en la mesa a comer un helado de higo con mezcal, mi cabe-
llo está seco y se siente normal. Podía ser una corrección normal o
un nuevo fallo, lo que sea, lo agradezco. La mesa da a la ventana
y puedo ver a la gente huyendo de la lluvia. Carlos me trajo a esta
heladería cuando recién abrió. Sus sabores de helados tenían nom-
bres como Beso de Novia, Lágrimas de Tláloc y Pétalos de Jaca-
randa, y eran tantos que me empeñé en pasar cada vez que ven­ íam­ os
al centro a probar uno distinto. Este de higo con mezcal se llama
"Una bola y nos vamos". Lo elegí porque no lo había probado,
porque puedo continuar con algunos de mis rituales. Esa ha sido
mi estrategia en los últimos meses. Reconstruir mi rutina, colocar
nuevos filtros, hacer pequeños cambios, redescubrir mi lado de la
cama, cómo guardar mi ropa, a qué horas comer. Sólo el hábito de
beber café es uno que no he elegido, porque a pesar del sabor ho-
rrible, mi cuerpo me lo pide, pero está bien, porque ahora le pongo
leche y azúcar sin que nadie me critique. Unas por otras.

    Carlos siempre ordenaba helado de vainilla cuando veníamos,
pero de vainilla en serio, mexicana de verdad, decía, como si no
fuera la opción más aburrida. Mírale los puntitos negros, así sabes
que es de buena calidad, que sí viene de un tlitxochit, por eso es
tan bueno. Decía lo mismo todas las veces antes de pagar, aunque
nadie le ponía atención. ¿Por qué me parecía fascinante? ¿Por qué
no podía dejar de escucharlo, de seguir sus consejos?

    Tal vez era porque Carlos sabía lo que quería perfectamente:
cómo debía ser su realidad, cuál era el trabajo de sus sueños, cómo
le gustaba tomar café, qué sabor de helado quería y por qué. Lo
más importante era eso último, las razones firmes, que incluso po-
día verbalizar. Se movía por la vida con tanta seguridad que me la
contagiaba, me hacía creer que yo también sabía exactamente qué
quería: un telón sensorial, una vida con él, beber café por la maña-
na. Y tengo que admitir que de todo lo que me presentó, sólo me
arrepiento del café.

    Miro hacia el mostrador y allí está, conjurado por mis recuer-
dos, echándole un choro sobre la vainilla a la dependiente, pero
sólo dura un momento, parpadeo y ya no está. Me queda sólo el

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