Page 82 - Antologia_2017
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CUENTO

intactos, firmes. Ya no queda nadie que pueda hacerlo, al menos
nadie se ha metido en el templo desde hace varios años. Las histo-
rias sobre La Antigua las conoce cualquiera que haya nacido en
Tierra Grande. Hasta en los estados vecinos han escuchado rumo-
res. En ningún libro de historia, en tríptico alguno, se ha detallado
lo que es conocido de boca en boca, por las historias de las abuelas
y los viejos habitantes cuando la noche es fresca y se antoja ver el
fuego resplandeciendo sobre la tierra.

    Veo a La Antigua y quisiera meterme en su interior, escuchar
los viejos consejos. Lo que he visto en los peces del lago lo ame-
rita. Temo que el “incidente de Pueblo” pueda volver a pasar aquí.
Nadie me escuchará en Amarillo. Los ancianos me rehuirán, y los
jóvenes me tomarán de a loco, ni siquiera los de mi edad se queda-
rán tranquilos. No tengo a contemporáneos en Amarillo. Nadie es
contemporáneo de nadie en esta ciudad. Aquí hay una espera, el
momento antes de que venga el contagio.

    He visto a los peces, y en sus escamas efectivamente ocurre un
cambio. Veo el resplandor del sol en ellas, y los tonos rojizos em-
badurnan los cristales del agua. Cuando se saca al pez del agua y
se abre su piel y se limpia, entonces la carne se descubre marcada
por un sol más cruel que el de siempre. No es el clima. En Pueblo
cometimos el error de creer en los fenómenos meteorológicos, en
las sustancias derramadas por industrias contaminantes. Arrastra-
mos la mirada hacia el horizonte y hacia el cénit, y la volvimos a
bajar, convencidos por las explicaciones de la gente y de los exper-
tos, desestimando su significado. La gente habló, en especial uno
de mis amigos, un piscicultor de buena reputación. Él habló, no
sólo conmigo, también con los puebleños.

    Hubo cierto nerviosismo. Escuchaba a los vecinos caminar por
la calle principal, mientras compraban víveres para ocultarse por
días. Ya nadie iba a comprar como si nada estuviera pasando,
como si pudieran volver por cebollas, tortillas de harina o carne
seca al otro día. Las carnicerías estaban trabajando diferente. Ven-
dían más carne los martes y los jueves. Guardaban a las reses y a
los cerdos del cuchillo, sabían que no sería necesario tener la carne
fresca todos los días. La gente acudía hasta una vez a la semana, y
se largaba golpeteando las suelas contra el polvo del desierto.

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