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DANIEL SALDAÑA PARÍS
mientras yo intentaba hacer origami) y nos explicó que mamá se
había ido. “De campamento”, pensé. Un martes de julio o agosto
de 1994, ella –mi madre, Teresa– se fue de campamento.
Mi afición por el origami empezó ese mismo verano, no mucho
antes. En la escuela me sentaba durante el recreo en una de las
jardineras y arrancaba las hojitas de los arbustos. Doblaba cada
hojita por el centro, buscando una simetría perfecta. Luego inten-
taba extraer el pecíolo y el nervio principal de la hoja. (Me gusta-
ba decirle “pecíolo” y “nervio principal” al eje que dividía en dos
cada una de las hojas; acababa de aprender esos términos en clase
y sentía que usarlos me hacía sonar maduro y sabio.) Extraía el
nervio principal y el pecíolo, lo guardaba en un bolsillo de mi
pantalón y me olvidaba del asunto. En las tardes, ya en mi casa,
vaciaba el contenido de mis bolsillos y ordenaba los pecíolos y
nervios de las hojitas sobre mi mesa. Me sentaba frente al botín
botánico, sacaba mis hojas de papel colorido y mi libro de origa-
mi y, con una paciencia que ahora he perdido, me ponía a doblar
papeles. De algún modo, entendía mi compulsión de doblar hoji-
tas de arbustos como un entrenamiento, una práctica ritual que
podía realizar a escondidas de los otros y que afinaría mi destreza.
Pero lo cierto es que nunca fui bueno en origami. Por mucho
empeño que puse en ello, no mejoré ni un poco. Teresa, mi ma-
dre, me regaló aquel libro con diez diseños básicos unas semanas
antes de irse de campamento –antes de desaparecer, con su bolsa
gigante, aquel martes después de la comida–. El libro incluía las
hojas cuadradas de colores, y entre los diseños que supuestamen-
te enseñaba a hacer estaba la icónica garza, la rana y el globo: en
todos ellos demostré igual falta de pericia. Recuerdo que cuando
Teresa me dio aquel libro, envuelto en un papel fosforescente, me
pareció raro que me regalara algo, pues faltaban poco más de dos
meses para mi cumpleaños y Teresa no era muy amiga de las sor-
presas, pero no dije nada. No iba a quejarme por recibir un regalo
extemporáneo.
No tiene caso achacarle al libro mi fracaso, pues más adelante
intenté hacer origami siguiendo otros manuales con iguales o
peores resultados. Incluso ahora, veinte años después, sigo sin
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