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NOVELA

poder hacer la estúpida garza: lo comprobé hace poco. Nunca
supe leer los diagramas; me parecían acertijos indescifrables, con
sus líneas punteadas y sus flechas curvas. Nunca aprendí a dis­
tinguir cuándo se referían al anverso y cuándo al reverso de las
hojas. Ahora que soy un adulto que no sale nunca de su cama, mi
tentación es decir que ese problema persiste en mí y permea
mi comprensión del mundo: el anverso y el reverso se me con­
funden siempre. Pero la metáfora no se sostiene, porque parece
vacía de sentido aunque apunte a algo verdadero. En 1994 todo
estaba cargado de sentido, y mi confusión entre el anverso y el
reverso era la confusión puntual de un niño intentando hacer ori-
gami y fracasando repetidamente en ello. Tampoco puedo decir
que el origami me haya convertido en un experto de la pacien-
cia, por el tesón con que persistía pese al fracaso reiterado. Lo
que sí es seguro es que el origami fue una escuela de estar solo:
me enseñó a pasar muchas horas en silencio.

Al día siguiente de que Teresa se fuera de campamento salí de
mi cuarto a las ocho de la mañana para encontrarme con la casa
en una especie de tensa calma. Mi padre se había encerrado en
su cuarto desde la noche anterior, una vez que se hubo cerciora-
do de que Mariana y yo estábamos acostados, y se había pasado
varias horas hablando por teléfono. Lo sé porque yo estaba des-
pierto, nervioso, tratando de asimilar un ambiente que se sentía
emocionalmente cargado, aunque no podía decir exactamente
por qué.

    Ya alguna vez habíamos estado los tres solos, mi padre, Ma-
riana y yo; mientras Teresa se iba de fin de semana a visitar fami-
liares en Guadalajara, pero en esas otras ocasiones la transición
había sido más suave: mi madre nos dejaba instrucciones precisas
para comer y cenar y algunas sugerencias de entretenimiento,
consciente de que mi padre era un inútil casi absoluto en los tra-
bajos más elementales de la crianza. Esta vez, en cambio, se fue
con una mentira de por medio, diciéndonos a mi hermana y a mí
que regresaba pronto, y la reacción de mi padre había sido, pese a
sus esfuerzos por disimular, algo violenta (su tono al hablar por
teléfono, la primera noche, denotaba una desesperación crítica).

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