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DANIEL SALDAÑA PARÍS

Por eso, al salir de mi cuarto a la mañana siguiente y encontrar la
casa en silencio, entendí que aquel silencio era una más de las
muchas novedades que me esperaban, y a las que tendría que
adaptarme ahora que mi madre, Teresa, se había ido de campa-
mento con su enorme bolsa al hombro.

    Me serví un plato de cereal con leche y volví a encerrarme en
mi cuarto. Los espacios comunes de la casa, de pronto, me pare-
cían fríos, ajenos, como los del hotel en Zihuatanejo al que había-
mos ido una vez. La casa de la colonia Educación se convirtió,
con la partida de Teresa, en un territorio hostil que mi padre, mi
hermana y yo evitábamos a toda costa, refugiándonos en los san-
tuarios de nuestros respectivos cuartos. En aquella soledad pobla-
da de fallidos origamis y pecíolos y nervios principales pasé las
primeras horas de la mañana –de aquella primera mañana de or-
fandad que ahora, tantos años después, parpadea en mi memoria
como la primera mañana de la historia; como si hasta entonces
mi vida perteneciera al territorio del mito y de golpe alguien me
hubiera expulsado del paraíso, haciéndome caer, por una oxidada
resbaladilla, en el territorio sucio y violento de la historia–.

    Desde el cuarto de mi hermana, contiguo al mío, escuché el
mismo caset que había sonado sin tregua durante la última sema-
na: una selección que una de sus mejores amigas le había regala-
do a mi hermana. A mí las canciones me sonaban todas iguales:
guitarrazos frenéticos y gritos en un inglés para el que no me ha-
bían preparado las clases de idioma de la escuela, en las que repe-
tíamos sin razón aparente frases como “the cat is under the table”.
Pero esa mañana, esa primera mañana de la historia, entendí, o
creí entender, el poder expresivo de esos gritos, de esos ruidos
marcadamente nostálgicos en los que Mariana se refugiaba para
no escuchar el silencio asfixiante de la casa.

Hacia las dos de la tarde mi padre tocó la puerta de mi cuarto y,
asomándose, anunció que iba a pedir una pizza. Le rogué que la
pidiera hawaiana porque supe que, dada la excepcionalidad de
la circunstancia, me iba a consentir casi cualquier capricho. Ac-
cedió a mi petición con aire benevolente y yo me alegré no sólo
porque la hawaiana era mi pizza favorita, sino también porque

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