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NOVELA

era la más odiada por mi hermana. Eso mi padre no lo sabía; en
general no sabía muchas cosas sobre nosotros, como me iría
dando cuenta en los días subsiguientes.

    Mi hermana protestó por la pizza. “Mi mamá siempre pide
mitad y mitad”, declaró colérica, y yo pensé en mis frustrados in-
tentos con el origami. Por más que me esforzaba, no conseguía
doblar las hojas de papel, ni las hojas de los arbustos, por la mitad
exacta. La mitad parecía ser un concepto utópico, accesible al en-
tendimiento pero no a las cosas mismas. Pensé si se podría doblar
por la mitad una pizza, por la mitad exacta, y llegué a la conclu-
sión de que probablemente no.

    Engullí dos rebanadas de pizza sin decir nada. Mi padre tam-
poco dijo nada, y mi hermana tampoco. Pensé que el silencio se
prolongaría hasta el regreso de mi madre; si es que regresaba
alguna vez de su campamento, con la bolsa gigante al hombro y
con regalos extemporáneos para todos, con nuevos libros sobre
el origami que me revelarían, de una vez por todas, el esquivo se-
creto de la simetría.

    Esa noche, después de lavarme los dientes, me miré en el es-
pejo del baño, sobre el lavabo; me quedaba un poco alto y, como
de costumbre, tuve que pararme de puntitas para ver completa mi
cara. Examiné mi rostro con cuidado. Una oreja más grande que
la otra. El tabique de mi nariz ligeramente inclinado hacia la iz-
quierda. Un colmillo me había salido torcido –mi madre me había
anticipado que tendrían que ponerme frenos, tal vez el próximo
año–. Hubiera sido imposible doblar mi cara a la mitad, hacer con
ella una figura de origami más o menos decente.

Creo que fue al día siguiente, con los restos de pizza todavía des-
perdigados por la mesa del comedor –regalo de bodas que mi pa-
dre, según la leyenda, llevaba dieciséis años odiando–; creo que
fue al día siguiente, decía, cuando concebí la idea de robar la car-
ta que mi madre había dejado. Era obvio que la carta no era, como
había dicho al marcharse, algo que le hubiera llegado sin más a
mi papá, sino que la había escrito ella misma, Teresa, a manera de
explicación o despedida. Incluso para un niño de diez años éste
era un salto inductivo relativamente simple.

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